viernes, 26 de febrero de 2010

* Pensamiento Educativo Vasconceliano (fragmento del libro De Robinson a Odiseo)

A partir de Rousseau, los educadores se preocupan de quitar a la enseñanza el carácter de regla impuesta a la con­ciencia desde el exterior. Y se complacen imaginando que el niño en libertad, a semejanza del hombre natural hipotético, desenvolverá los más recónditos tesoros de su par­ticular idiosincrasia. De paso, acusan a la escuela de no hacer otra cosa que sofocar el ímpetu de la semilla mara­villosa del crecimiento. Se asienta de esta manera la escue­la nueva en el mito del niño que emerge puro del plasma virginal de la especie. El niño inocente y el criminal irres­ponsable, la sociedad verdugo, ni cristianos sinceros, como Tolstoi, escapan a la tesis vagamente generosa, pero inexacta. El creyente que hubo en Tolstoi se hubiese sor­prendido si descubre que, al glosar en su literatura las doc­trinas naturalistas de su época, se ponía en contradicción con la tesis cristiana del pecado original. Seguían esta pro­funda visión cósmica, cada hombre nace con el estigma de su caída, y, por lo tanto, ha menester cada quien del co­rrectivo y de la redención. El supuesto del niño prodigioso deformado por los sistemas educativos gana, por lo mis­mo, adeptos entre todos los que se proponen destruir el punto de vista religioso de la cultura, sin que hasta aho­ra---que yo sepa—haya sido confrontada la tesis seudona­turalista con las conclusiones de la ciencia de nuestro tiem­po, y no obstante el supuesto apego a la ciencia de los con­tinuadores del roussoismo,Y eso que, desde hace tiempo, la ciencia es oficialmente evolucionista, y el evolucionismo, en la penúltima de sus versiones, nos dice por boca de Jung que el niño no es otra
cosa que desarrollo de un embrión, y este consiste de una porción organizada del plasma general de la especie. En el núcleo de esta porción de plasma hay un subconsciente, donde perviven latentes todas las experiencias de los ante- pasados remotos: la astucia del mono y también la ferocidad del tigre, los resplandores del instinto y las corrupciones del bruto; en suma, toda la zoología como sedimento de nuestra impura y confusa humanidad. Esto dice la ciencia en oposición clamorosa de las vaguedades y los sentimentalismos de la pedagogía derivada de Rousseau. La ciencia experimental contradice la tesis de la perfección original, implícita en la pedagogía moderna, desde, Rousseau, que la improvisara, hasta Dewey, que no profundiza, pero si dogmatiza. Conviene tener presente este divorcio radical de la pedagogía nueva, derivada del roussoismo, y la ciencia positivista, que desde un principio nos asimila a la bestia, y ya, con Freud, nos había declarado impuros, con más variadas formas de impureza que las derivadas de la maldición de la Escritura.
Considerando enseguida el problema de la educación, ya no conforme al criterio de la última versión del laborato­rio—la duración de estas versiones suele abarcar una sola mañana de la ciencia—, sino de acuerdo con un criterio general de cultura y de experiencia humana a través de los tiempos, descubrimos que el desarrollo natural, propio de la naturaleza, se convierte en una negación de la tarea humana y de sus posibilidades de superación desde el mo­mento en que opera en el hombre. o en las cosas acondi­cionadas por el hombre para su aprovechamiento. Desde el jardín que, abandonado asimismo, torna a ser un hier­bal, hasta la conciencia del hombre que, falto de la luz del saber ajeno, cae en la bestialidad, no hay un solo caso en en que la cultura no represente un esfuerzo de reorientación de lo natural y de intervención en su desarrollo.
Desde el grano de trigo hasta la conciencia del hombre, los caracteres que distinguen lo humano de lo simplemente natural se producen mediante intervenciones de la iniciativa consciente en el proceso natural, y a menudo también, modificando tal proceso.
Lo natural se puede concebir como subsistente sin nosotros, pero solo como hipótesis; en realidad, todo lo que conocemos es la liga irrompible de nuestra actuación sobre el mundo. Y lo importante de cada cosa es la relación en que se coloca con respecto a los fines, esenciales de nuestra propia naturaleza. En rigor, no conocemos lo natural, sino su apariencia, humanizada desde los orígenes de nuestro conociniento. Para nosotros no existe lo natural, sino lo humano, y para eso no es lo mismo lo natural para el perro o la planta que lo natural para el hombre. Por eso, digámoslo de paso resultan absurdas ciertas pedagogías a lo Spencer, derivadas de un naturalismo de regla animal, cuando debieran buscarse más bien leyes de humanismo, puesto que se trata de hombres. Propiamente, ni siquiera existe para nosotros lo natural, porque vivimos en lo hu­mano y solo tenemos comprensión para lo humano. En vano investigaremos lo que piensa la célula o lo que sien­te el mineral; nos conformamos con prestarles una sensibilidad de analogía humana. Juzgamos la naturaleza conforme a normas que emergen de nuestra sensibilidad, y bien pudieran no condicionarla, pero condicionan el complejo provisional sujeto-objeto. Y mientras más humanas son y menos naturales, mas adecuadamente preparan la superación del dualismo objeto-sujeto. En la unidad de una conciencia liberada y profunda. Tal unitaria conciencia rebasa el simple humanismo y lo coloca en la posición subalterna en que lo humano dejó a lo simplemente natu­ral. No entraremos en el desarrollo de esta tesis, que me ocupa en otros libros; pero si es menester tomarla en cuen­ta para juzgar los temas educativos que examinaremos.
Comprobando la afirmación de que lo natural se torna humano desde que lo toca el ímpetu del hombre, observamos al cultivador. Una paciente intervención prolongada duran­te siglos le ha permitido hacer de una gramínea ordinaria el trigo que nos alimenta. En el antiguo Egipto, entre toda la verdura del campo, logró el hortelano el prodigio de la lechuga. Si en un orden como el botánico, tan distante del maestro, la intención del hombre produce resultados tan no­tables, ¿acaso no resultaría monstruoso que el desarrollo humano se privase de tan valioso concurso? Según se es­tudia la naturaleza, nos convencemos de que el libre des­arrollo conduce a desviaciones y degradaciones y no a novedades plausibles, acaso porque la naturaleza no es libre, sino subordinada al espíritu. En general, no se da produc­to precioso sin seleccionamiento atinado, así como no hay alegría sin disciplina ni triunfo sin dolorosa superación.

En agricultura, la doctrina de Rousseau diría: "No es­cardes el campo, no elijas semilla, no deformes el desarro­llo." Precisamente la deformación suele ser en el cultivo la condición misma de la calidad. Una rosa de jardín es una rosa silvestre deformada; pero, desde el panto de vista humano, mejorada. No es, pues, malo el cultivo. Puede ser mala una regla, pero es peor no tener ninguna.

Y no es sino reglamentaci6n ad absurdum decirle maestro: "Reniega de toda disciplina, crúzate de brazos y observa al niño; anota sus reflejos, venera sus caprichos." Cuando algún ingenuo pone en práctica consejos tales, el niño acaba pegando al maestro. Y este se lo merece. Recientemente, según la Prensa, ocurrió así en cierto colegio privado de Inglaterra: los maestros, un matrimonio experimentalista, observan y amonestan; los chicos retozan, seinsubordinan. Uno de los mayores pega al profesor; soporta éste la injuria y pide al ofensor que se avergüence de su conducta; el jovenzuelo, ensoberbecido, vuelve a faltarle; la escuela no pudo seguir adelante; le hizo falta un maestro. La acción de una pareja tiene que haber resultado también nefasta; la escuela no está hecha para la exhibición de ternuras o disputas matrimoniales; en ella, el maestro, hombre o mujer, tiene que funcionar asexuado, como sacerdote de la sabiduría. Vemos, de todas maneras, en ca­sos semejantes, el contraefecto de "la letra, con sangre entra", de nuestros mayores. Entre ambos resultados, la vía media del Buda sigue siendo la regla de oro de la prác­tica. Ninguno de los extremos merece rehabilitación. Rous­seau esta derrotado por la ciencia y por la práctica, y es hora de enterrarlo con todo y Emilio, aunque no para re­sucitar excesos que, fatalmente, originaron la reacción per­niciosa del naturalismo.
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*Fragmento del libro "De Robinsón a Odiseo"
Pedagogía reconstructiva.
Autor: José Vasconcelos.
Madrid, España.
1937
M. AGUILAR, Editor.

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